La fuerza de un pueblo que cree en aquello que pide

La fuerza de un pueblo que cree en aquello que pide

La maratón mariana convocada por el Papa Francisco para invocar el fin de la pandemia vuelve a poner en primer plano el poder de la oración en tiempos de peligro y en particular la intercesión de la Virgen, a la que los cristianos han recurrido desde los albores del Evangelio.

“Derrotar al monstruo invisible” que apaga lentamente tu aliento en la habitación de un hospital -o tal vez en la calle porque simplemente no hay un hospital al que ir- e “intentar” hacerlo poniéndote de rodillas. Podría parecer una solución más acorde con los tiempos en que las antiguas supersticiones colectivas competían con las nuevas palabras del Evangelio, más que en una época como la nuestra en la que individualismo exhibido y reivindicado casi por doquier, tiende a degradar el sentido de una acción comunitaria, especialmente si es intangible como la espiritual.

La promesa

En realidad, para disipar las dudas y los recelos sobre la eficacia de la oración compartida, bastaría con recurrir a Mateo 18, versículo 19, que habla sobre una seguridad que nos da Jesús: “Si dos de vosotros en la tierra se ponen de acuerdo para pedir algo, mi Padre que está en el cielo os lo concederá”. Una promesa concreta, capaz de suscitar una gran esperanza si esos dos se convierten en un gran pueblo unido por una única intención. Y una expectativa aún más fuerte si la petición llega a Dios a través de la intercesión de “Nuestra Abogada”, la Madre de Aquel que hizo esa promesa.

El ritmo de la devoción

Los primeros cristianos, quizá porque eran hijos de un Evangelio todavía “sine glossa”, lo comprendieron inmediatamente. Las catacumbas están llenas de inscripciones que confían algo o alguien a María. Incluso antes de que un antiguo Concilio, en Éfeso, la reconociera como Madre de Dios, ciertas oraciones, a veces poco más que susurros rayados en la roca, subían a los labios de quienes se sentían en peligro y consideraban a la Virgen como la fortaleza contra todo mal.

Sub tuum praesidium, “Bajo tu protección buscamos refugio, Santa Madre de Dios…” es una invocación que la Iglesia recita desde hace al menos 1.800 años y la historia cristiana es también la historia de esta ilimitada y convencida devoción a María. Es la historia de innumerables gracias de “curación” epocal y de quién sabe cuántos milagros privados. Y es esta devoción la que ha encontrado en el Rosario un ritmo universal, el espacio de la esperanza de una o varias almas juntas, el tiempo de un consuelo quizá desgranado en soledad bajo un casco de oxígeno, con la energía de un penúltimo aliento.

El punto de luz

Esta historia llega hasta nuestros días a través de los gestos y las palabras de los santos ya sea de nombre o de obra, cuando el nombre es desconocido. De Papas “marianos” que no han dudado en confiar a la Madre de Dios la humanidad al borde o en el abismo de las guerras y las catástrofes. Viene con las palabras de Francisco, el párroco del mundo cuando el mundo estaba sin parroquias, con sus intenciones diarias desde Santa Marta. Y antes de eso viene de sus gestos y de la oración solitaria de aquel 27 de marzo, el Papa, punto simbólico de luz en la oscuridad, que de pie ante una antigua imagen implora “la salus” no sólo para el pueblo romano sino para el mundo entero.

Pedir con fe

Es una historia totalmente de fe. Que ahora se enriquece con el coro de santuarios marianos, imaginados como las cuentas de un Rosario recitado en cadena. Recitado como aquellos ancianos que recordó el Papa en la audiencia general del pasado miércoles, que rezan con el anhelo constante   de un hijo que sabe que es más probable que obtenga de su padre aquello que espera, si es su madre quien se lo pide.

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